El cine como un silencio lleno de matices y significados (2024)

El siglo XX fue el tiempo del cinematógrafo, ese arte joven que nació en un taller de inventores y alcanzó la cumbre de su gloria en el fulgor de los grandes estudios. En su origen, el cine fue silencio; un silencio lleno de matices y significados, poblado por rostros que se enfrentaban al desafío de transmitir emociones, ideas y narrativas sin el auxilio de las palabras. Las primeras décadas del séptimo arte, conocidas como el periodo mudo, nos revelaron el poder de la imagen como vehículo de comunicación universal, capaz de trascender fronteras idiomáticas y culturales. En este lenguaje naciente, cada gesto, cada sombra, cada encuadre tenía la responsabilidad de hacerse comprensible sin intermediarios, apelando directamente a los sentidos y al alma.
Estudio de Samuel Arjona escrito en Madrid el 25 de Noviembre de 2024 Lectura de 16 minutos o 3165 palabras.

El lenguaje primigenio del cine y la potencia de la imagen

En los inicios del siglo, pioneros como Georges Méliès, D.W. Griffith y F.W. Murnau comprendieron que la cámara podía no solo registrar la realidad, sino interpretarla, moldearla, sugerir un universo que no se veía pero se intuía. Con un simple movimiento de cámara o una expresión cuidadosamente capturada, el cine se convirtió en una suerte de gramática visual, en un alfabeto de luz y sombra que permitía a sus creadores articular la profundidad de los sueños humanos. El lenguaje cinematográfico, en su pureza primera, descansaba sobre el poder absoluto de la imagen y su capacidad para evocar lo inefable.

Resulta fascinante observar cómo, desde sus orígenes, el cine tomó elementos de las tradiciones artísticas precedentes: la pintura le aportó el uso de la composición, el teatro la coreografía de los cuerpos en el espacio, la literatura la estructura narrativa. Sin embargo, lo que diferenciaba al cinematógrafo era su habilidad para manipular el tiempo y el espacio con una libertad que ningún otro arte había conocido. Un corte abrupto podía llevar al espectador de un tren en marcha a una habitación sombría, mientras que una superposición de imágenes evocaba estados de ánimo o presagios que quedaban suspendidos en la mente del espectador.

Es aquí donde el cine encuentra un paralelismo con el mensaje del Evangelio. La imagen, como la parábola, encierra una verdad que solo se desvela plenamente a quien se acerca con ojos abiertos y corazón dispuesto. En el mismo modo en que Cristo habló en parábolas para quienes tenían "oídos para oír," el cine del periodo mudo construía sus relatos en un lenguaje que apelaba a los sentidos, pero también al espíritu. Una imagen de Chaplin deambulando bajo la lluvia, el destello del rostro atormentado de Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco, o la desoladora visión de un obrero oprimido en Metrópolis contenían más significados que mil palabras podrían jamás alcanzar.

Y sin embargo, la imagen, en su fuerza arrolladora, también tiene sus límites. En su poder evocador puede ocultar tanto como revela, y es allí donde el cine, como todo arte humano, se encuentra con sus propias contradicciones. El Evangelio de Cristo, al contrario, no se oculta tras velos de interpretación ni metáforas oscuras: su mensaje es directo, claro y universal. “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas,” dijo Cristo (Juan 8:12). En esta afirmación, el Salvador no utiliza sutilezas de lenguaje ni artificios narrativos. Se presenta como la Verdad misma, como la respuesta última a la búsqueda de sentido que el arte, en su forma más pura, anhela expresar.

La reflexión sobre el cine del periodo mudo nos conduce, pues, a una doble lectura. Por un lado, admiramos la genialidad de sus creadores, que lograron plasmar en imágenes las emociones y los conflictos más profundos de la humanidad. Por otro, reconocemos que, como todo producto de manos humanas, incluso el cine más sublime es incapaz de alcanzar la perfección del mensaje del Evangelio. Allí donde la luz cinematográfica juega con las sombras para crear significado, la luz de Cristo disipa toda tiniebla y revela el camino a la salvación.

El periodo mudo no fue, como a menudo se piensa, una etapa rudimentaria o incompleta del arte cinematográfico, sino su esencia más pura. En esa pureza de formas, donde la imagen se convierte en un lenguaje universal, encontramos un espejo de las verdades que el Evangelio nos presenta: la necesidad de mirar más allá de lo visible, de interpretar las señales y de responder con fe. Y es precisamente esa fe, traducida al lenguaje eterno de la Palabra de Dios, la que da sentido pleno a toda búsqueda artística, porque no es el hombre quien halla la verdad, sino que es la Verdad la que le encuentra a él.

“El nacimiento de una nación”: El arte al servicio de la división frente al Evangelio de la reconciliación

Cuando El nacimiento de una nación vio la luz en 1915, el cine aún balbuceaba, aprendiendo a articular su gramática visual. Con esta obra, D.W. Griffith elevó el lenguaje cinematográfico a cotas hasta entonces desconocidas, construyendo una narrativa épica que desbordaba la pantalla y capturaba la imaginación del público. Pero bajo su esplendor técnico y su ambición artística, la película albergaba un mensaje profundamente contrario a la verdad que proclama el Evangelio de Cristo. Allí donde el cineasta glorifica la división, la supremacía y la exclusión, el Evangelio llama a la unidad, a la humildad y al amor redentor.

El filme, basado en la novela The Clansman de Thomas Dixon Jr., reinterpreta la historia de los Estados Unidos durante y después de la Guerra Civil. Griffith no solo mitifica la causa confederada, sino que demoniza a los afroamericanos y eleva al Ku Klux Klan como héroes restauradores del orden. En su narrativa, los esclavistas se convierten en custodios de una civilización idealizada, y las víctimas del racismo son caricaturizadas como amenazas al progreso y la paz. Este relato, tejido con la maestría de un narrador consumado, convirtió a la película en un instrumento de propaganda que perpetuó ideas racistas bajo una apariencia de legitimidad histórica.

Desde el punto de vista del Evangelio, la visión presentada en El nacimiento de una nación no puede ser más antitética. Mientras que Griffith utiliza el cine para enaltecer el orgullo humano y justificar la opresión, Cristo proclama: “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mateo 5:9). En el corazón del Evangelio no hay lugar para las barreras que separan a unos pueblos de otros; más bien, el apóstol Pablo afirma que en Cristo “no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28). La reconciliación que Cristo ofrece no es solo espiritual, sino también social, derribando las divisiones que el pecado ha sembrado en la humanidad.

Griffith, sin embargo, emplea su talento para construir un relato de redención que depende de la violencia y el odio. La salvación en su historia no llega a través de la justicia ni la verdad, sino de la fuerza bruta, encarnada en la cabalgata final del Ku Klux Klan, presentada como una cruzada gloriosa. En esta visión, el “salvador” no es un Mesías que se sacrifica por los demás, sino una fuerza opresora que reinstaura una jerarquía injusta. La narrativa de Griffith celebra lo opuesto a lo que Cristo predicó: “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45).

La película plantea una falsa redención basada en el poder humano, mientras que el Evangelio proclama una redención divina que trasciende nuestras limitaciones y pecados. En lugar de reconciliar, El nacimiento de una nación separa; en lugar de sanar, hiere; en lugar de liberar, esclaviza aún más profundamente, no solo a quienes son caricaturizados como inferiores, sino también a quienes se ven seducidos por el espejismo de una superioridad moral y racial.

Resulta significativo que la película haya sido recibida con entusiasmo en su tiempo, no solo por su calidad técnica, sino también por el eco que encontró en una sociedad que aún no había superado las cicatrices de la esclavitud y la segregación racial. Pero el Evangelio nos confronta con una verdad que trasciende las modas culturales y las ideologías del momento: “Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna permanente en él” (1 Juan 3:15). Lo que Griffith glorificó en su relato no era solo un error histórico, sino una transgresión moral de la más alta magnitud: el desprecio hacia la imagen de Dios en el prójimo.

El impacto de El nacimiento de una nación no fue meramente artístico; fue social, político y espiritual. Alimentó la resurgencia del Ku Klux Klan y reforzó estereotipos que justificaban la opresión de comunidades enteras. A través de su narrativa, Griffith utilizó el arte como arma, convirtiendo el cine en un medio para difundir un mensaje de exclusión. Frente a esto, el Evangelio se erige como un faro que ilumina el camino hacia la justicia. Allí donde la película presenta a unos como superiores y a otros como inferiores, Cristo se inclina ante todos, lava los pies de sus discípulos y muere por pecadores de todas las naciones.

La grandeza técnica de Griffith no puede eclipsar las consecuencias de su obra. Si bien su película marcó un antes y un después en la historia del cine, también nos recuerda el poder destructivo de una narrativa mal empleada. El Evangelio, en contraste, es la “buena nueva” que edifica, que une, que salva. La cruz de Cristo, lejos de ser un símbolo de opresión como la que enarbola el Klan, es la prueba suprema del amor de Dios, que derriba toda enemistad y reconcilia al hombre con su Creador y con su prójimo.

En última instancia, El nacimiento de una nación es un testimonio del potencial del arte para el bien o para el mal. Nos muestra que incluso los logros más brillantes pueden ser utilizados para fines oscuros si no se someten a la verdad que Dios nos ha revelado en su Palabra. Como cristianos, no necesitamos buscar redención en cabalgatas triunfales ni en narrativas humanas; ya hemos sido redimidos por la sangre de Cristo, cuya victoria no se ganó con espadas, sino con el sacrificio supremo del amor. Frente a los muros que Griffith construyó con su obra, el Evangelio nos llama a ser heraldos de un mensaje que derriba toda división: “Porque él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” (Efesios 2:14).

“Intolerancia”: El fracaso del hombre frente a la justicia divina

En 1916, un año después de El nacimiento de una nación, D.W. Griffith presentó Intolerancia, una película que aspiraba a redimir su reputación tras las críticas a la obra anterior. Con una ambición monumental, Griffith entrelazó cuatro relatos históricos —la caída de Babilonia, la crucifixión de Cristo, la masacre de los hugonotes y un drama contemporáneo— para denunciar los estragos de la intolerancia a lo largo de los siglos. Sin embargo, en su intento por construir una narrativa épica que ilustrara el fracaso humano frente a la discordia, Griffith terminó proyectando las mismas limitaciones de su visión. Intolerancia, a pesar de su genialidad técnica y su grandiosidad, es un ejemplo de cómo el esfuerzo humano por entender la justicia y la redención queda incompleto sin la guía del Evangelio.

El punto de partida de Griffith es prometedor: mostrar cómo la intolerancia, ese veneno que enfrenta a los hombres entre sí, ha sido una constante en la historia. Para ello, construye un relato colosal, alternando entre civilizaciones y épocas, con un virtuosismo técnico que deslumbra incluso hoy. Las escenas de Babilonia son un espectáculo de diseño y coreografía, mientras que los detalles del París renacentista y las calles industriales de la era moderna están impregnados de una minuciosidad que revela el compromiso del director con su arte. Pero, en su intento por abarcar tanto, la película se fragmenta, y el mensaje que busca transmitir se diluye en la complejidad de su propia estructura.

El problema central de Intolerancia no es su grandiosidad ni su ambición narrativa, sino su enfoque. Griffith señala correctamente el sufrimiento causado por la intolerancia, pero su solución es puramente humana: una exhortación al amor y a la armonía basada en la buena voluntad del hombre. El espectador se ve arrastrado por la tragedia de los personajes y por la inmensidad de las circunstancias que los superan, pero la película no ofrece una respuesta trascendente. Se limita a señalar el problema sin ofrecer una solución que vaya más allá de la naturaleza caída del hombre.

Desde la perspectiva del Evangelio, este enfoque es insuficiente. La intolerancia no es un mero defecto social ni una cuestión cultural; es una manifestación del pecado que habita en el corazón humano. Jesús, en su ministerio terrenal, enfrentó la intolerancia en su forma más cruel: la de los religiosos que buscaban controlar el acceso a Dios y la de los poderosos que despreciaban la verdad. Pero su respuesta no fue una mera condena del sistema ni un llamado a la reforma moral. Cristo señaló el verdadero origen del problema: “Del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mateo 15:19). Es decir, la intolerancia que Griffith denuncia no es un accidente histórico, sino una consecuencia inevitable de un corazón humano separado de Dios.

La crucifixión de Cristo, uno de los relatos que Griffith incluye en la película, debería haber sido la clave para un mensaje más profundo. Sin embargo, en Intolerancia, el sacrificio del Salvador se reduce a un símbolo más de la injusticia humana, tratado con la misma perspectiva que la caída de Babilonia o las intrigas cortesanas en Francia. El Evangelio, en cambio, nos dice que la crucifixión no es solo un episodio trágico de la historia, sino el acto supremo de amor que redime toda injusticia. “Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que, cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). En lugar de ser un ejemplo más de intolerancia, la cruz es la solución divina al odio, la violencia y la división.

El problema de la visión de Griffith es que, al centrarse exclusivamente en los conflictos humanos, ignora la raíz espiritual del problema y la respuesta divina al mismo. La justicia que Intolerancia anhela queda atrapada en el plano horizontal, como un ideal imposible de alcanzar mientras el hombre dependa de sus propios recursos. La película presenta a los opresores y a los oprimidos como actores de una tragedia sin resolución, pero el Evangelio afirma que hay un Juez que hará justicia plena. “El Señor juzgará al mundo con justicia; gobernará a los pueblos con rectitud” (Salmo 9:8).

El gran mérito de Intolerancia radica en su audacia técnica y su capacidad para capturar la magnitud del sufrimiento humano a lo largo de la historia. Griffith construye una sinfonía visual que, aunque imperfecta, logra conmover y provocar reflexión. Sin embargo, lo que la película no alcanza a comprender es que la intolerancia no puede ser erradicada por el simple deseo de buena voluntad. La solución no está en una reforma moral ni en una apelación a los ideales del hombre, sino en una transformación radical del corazón que solo Dios puede realizar.

A lo largo de sus casi tres horas, Intolerancia nos recuerda los horrores que hemos causado como humanidad. Pero, frente a la desesperanza de sus relatos, el Evangelio nos ofrece una esperanza cierta: el día en que Dios, a través de Cristo, restaurará todas las cosas. En ese día, ya no habrá más Babilonias caídas, ni crucifixiones injustas, ni masacres sangrientas, ni familias destruidas por la avaricia y el odio. La promesa del Evangelio es que todo será hecho nuevo: “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4).

En última instancia, Intolerancia es un testimonio de los límites del arte humano. Por brillante que sea la visión de un director, por majestuoso que sea su logro técnico, ninguna obra puede ofrecer lo que solo Dios puede dar. La cruz de Cristo, ignorada en su verdadero significado por Griffith, no es solo un recordatorio de la intolerancia del hombre, sino el camino hacia la reconciliación definitiva. Allí donde el hombre fracasa, Dios triunfa. Allí donde Intolerancia señala las cicatrices de la humanidad, el Evangelio proclama su sanidad.

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